Por Benjamin S. Johnson
En 1972 David Ohle publicó Motorman, una deslumbrante novela cuyos procedimientos, en extremo radicales, le valieron una cuarentena que se prolongaría durante más de treinta años. Aunque ahora parezca incomprensible, hubo que esperar hasta 2004 para ver una reedición del libro. “Si Motorman no hubiera sido publicada”, conjeturaba Ben Marcus en el prólogo, “sino expuesta en una galería de arte (cada página pegada a los muros), entonces quizá su valor no se habría cuestionado y Ohle ahora sería considerado como un importante artista conceptual de los setenta”. Las protestas de Marcus podrían entenderse como una paráfrasis de la máxima según la cual lo fundamental es que la crítica, y no tanto la obra, sea de vanguardia.
Algo similar ocurre con César Aira (Coronel Pringles, Argentina, 1949), autor de varias decenas de “novelitas” –como le gusta a él mismo denominar sus libros- en las que se rompen todas las convenciones a las que la crítica suele apelar para separar los libros buenos de los malos. Aunque los comentaristas de Aira, lejos de imitar el mutismo padecido por Ohle, no desaprovechan ninguna ocasión para celebrar la riqueza de su imaginería, lo cierto es que, en el mejor de los casos, esos elogios no suelen ir más allá de la glosa superficialmente erudita o de la vana constatación del asombro. Y es que no sería exagerado decir que Aira está alentando un cambio de paradigma: sus artefactos precisan nuevas herramientas críticas, nuevas formas de lectura. Nos enfrentamos a una práctica narrativa ante la cual, de momento, resultaría menos pretencioso balbucear poemas sonoros de Hugo Ball que articular un comentario sesudo.
En un ensayo ("La utilidad del arte") usted describe el arte como el único campo de la acción humana que aún hoy es capaz de dar pie a cierto uso de la inteligencia que se encuentra en vías de extinción, un uso, digamos, desmitificador de la proliferación de lo que usted llama "las cajas negras" (dispositivos que podemos usar aunque no sepamos cómo funcionan). ¿Podría ampliar esa descripción?
¿Cómo se aplicaría dicha descripción a la literatura?
Es así de simple como usted lo ha resumido. El teléfono o el horno de microondas (para no hablar del ordenador o el reproductor de DVD) todos sabemos usarlos, y lo hacemos, sin saber qué mecanismos los hacen funcionar. El arte es de las pocas cosas que quedan de las que es necesario conocer el mecanismo; más que conocerlo, hay que crearlo cada vez. Por supuesto, no me refiero al arte o la literatura populares. Un autor de novelas comerciales, de tipo Código Da Vinci, opera con la novela como lo hace con el teléfono, o con cualquier caja negra: mete algo por un lado, el “input”, una historia de conspiraciones, espionaje, sexo, o lo que sea, y espera que salga el resultado por la otra punta (los millones). No le importa lo que pasa en el medio: de eso se ocuparon los que inventaron la máquina, Cervantes, Balzac, Dostoievsky... El novelista artista en cambio vuelve a crear la máquina desde cero, y en esa “invención de la forma” está a mi juicio la definición y el beneficio del arte.
Lo anterior vale tanto para la literatura como para la música o el cine o la pintura o lo que sea. A la literatura la veo como un arte más (el más grande y difícil, diría yo, pero eso puede ser prejuicio personal de escritor). Es cierto que tenemos una tendencia a usar la lengua como una caja negra, tanto la usamos sin pensar en su funcionamiento; de hecho, no podríamos usarla si estuviéramos en permanente estado de reflexión. Pero para eso está la poesía, que es el corazón (o el motor, para usar otra metáfora igualmente inepta) de la literatura, desmontando cada pieza de la máquina lengua.
Esa descripción del arte como algo que se opone a la lógica de la hiperespecialización, esa supuesta exposición "hasta la última tuerca" del mecanismo de construcción de la obra, parece pasar por alto que el arte se ha convertido, al igual que todas las tecnologías, en un lenguaje especializado, tan críptico para el ciudadano común como el funcionamiento de los electrodomésticos. ¿No funciona el arte como una caja negra más?
No creo que haya que meter al “ciudadano común” en este tipo de discusiones, ni en ninguna otra. Me parece que “ciudadano común” es el recurso argumentativo del que se valen los “ciudadanos especiales” para reafirmarse en su diferencia. Pero todos nos consideramos especiales. Y no debería necesitarse ninguna especialidad. La obra de arte, cuando es genuina, tiene algo de primigenia, de “volver a empezar”. Justamente es por eso que dudo de lo mío: porque he leído demasiado, y siento que me falta ese saludable salvajismo del artista. Pero quizás, con un poco de optimismo, podría albergar la esperanza de recuperar ese salvajismo una vez que haya dado la vuelta completa y lo haya leído todo.
Esa incomprensión por parte del público también se traslada, sin ir más lejos, a su propia obra, en las diversas y hasta disparatadas lecturas que se hacen de su trabajo, aunque en su caso uno podría creer que intenta propiciar el malentendido, la lectura desplazada.
No me preocupa mucho la recepción. Me basta con que los libros se impriman. Es cierto que no tuve motivos para preocuparme, porque siempre fui un favorito de críticos y profesores, seguramente por alguna demagogia académica que se cuela en mis libros contra mi voluntad. A esta altura eso tampoco me preocupa; estoy resignado, aunque mi vocación era la de ser un provocador. Los desvaríos de los críticos tienen toda mi aprobación, porque creo que así es como funciona la literatura: cuando uno está escribiendo, es todo sobreentendido (uno se entiende demasiado bien); cuando lo leen, todo es malentendido, necesariamente. La literatura es un salto del sobreentendido al malentendido, sin detenerse nunca en el punto medio, el “entendido”. Si se lo entiende, no es literatura. Lo que se entiende es el discurso utilitario.
Borges dijo alguna vez que lo realmente extraño solo puede pasar en la realidad, que si algo es demasiado extraño, la literatura no lo admite—una opinión que usted ha citado en una entrevista-. Usted pareciera querer demostrar lo contrario. ¿Porqué esa búsqueda de lo extraño, de lo raro?
Si no recuerdo mal, Borges en algún articulo cuenta una extrañísima peripecia biográfica de un personaje histórico, y comenta en un paréntesis: “estas cosas pasan sólo en la realidad”, invirtiendo el dicho “eso sólo pasa en las novelas”. Me impresionó como algo muy cierto, porque en las novelas se protege el verosímil, que se vería seriamente amenazado por las cosas fantásticas y barrocamente delirantes que pasan en la realidad. Ahí se perfila una diferencia muy sugestiva entre “realismo” y “realidad”.
Usted ha dicho alguna vez que más que un modo de escribir, los surrealistas le enseñaron un modo de leer. ¿A qué se refería?
Me refería a algo bastante obvio, que no creo haber sido el primero en observar. El movimiento Surrealista dio pocos escritores de primera línea, pero fue una formidable empresa de recuperación de libros y autores, y de relecturas enriquecidas, desde la novela gótica a Raymond Roussel, pasando por los románticos alemanes, y por Lautréamont, que es en definitiva mi escritor favorito. El tesoro de lecturas que me propuso el surrealismo fue incomparable. Aunque debo decir que mi verdadero maestro de lectura fue Borges, que se espantaría de verse citado en el mismo párrafo junto al surrealismo.
En su ensayo "La innovación", ud. escribe que "Lo nuevo es la forma que adopta lo real para el artista vivo". ¿Cómo hacen las formas nuevas para acercarse más a la realidad que las formas convencionales?
No recuerdo bien aquel ensayo, ni la intención con que escribí esa frase. Me pasa con frecuencia, y no sólo con textos escritos hace mucho tiempo. A veces cedo a la tentación de escribir una frase que no quiere decir nada pero suena bien y parece misteriosa y profunda. Me he perdonado tantas cosas que también puedo perdonarme esa irresponsabilidad. Respondiendo a su pregunta, le diría que no creo en la diferencia entre la forma nueva y la forma convencional, en el campo artístico: la forma más convencional se hace nueva en manos del artista nuevo, como un ready-made.
Me parece que la noción de contexto es crucial en su trabajo. Usted pone complejas reflexiones sobre epistemología o metafísica en boca de personajes prácticamente analfabetos, saca esos discursos de su lugar "habitual"; asimismo, crea las condiciones para que surjan los anacronismos o los eventos más inusitados y estrafalarios en medio de situaciones aparentemente "normales" (y cuando digo "normal" me refiero a la "normalidad" representacional de la literatura). Creo percibir, al igual que en las obras de Duchamp y Macedonio, un intento por revelar, por exponer ciertas condiciones de posibilidad de la obra de arte, su contingencia, a partir de esa descontextualización.
Más que de “descontextualización”, que es una palabra un poco negativa, además de demasiado larga, yo hablaría de “asimetría”. A veces he pensado que todo mi trabajo podría definirse, en resumidas cuentas, como la busca de bellas asimetrías nuevas. También es una palabra negativa, ahora que lo pienso, pero yo la tomo en su sentido positivo, creativo. Al cierre de las simetrías le opongo las aberturas de los desequilibrios, las adiciones inesperadas. Quizás es un intento, con algo de pensamiento mágico, de seguir creando, de resistir al fin. La obra de arte terminada siempre establece una simetría; la asimetría la mantiene en proceso. Querría que fuera una “asimetría ampliada”, que opere con todos los planos en un continuo: forma, contenido, ficción, realidad. Seguramente no me estoy explicando bien: son intuiciones oscuras, pero que me bastan para escribir. Ahí también prefiero que se mantenga la asimetría, entre el pensamiento y la acción.
Usted ha declarado más de una vez que su proyecto tiene como finalidad el hallazgo constante de la novedad, un concepto que el arte contemporáneo ha desechado hace tiempo como un rezago moderno. ¿Porqué insiste en este punto?
Mi preferencia de la novedad por sobre la calidad responde a un razonamiento que me parece contundente: para que a algo se lo considere “bueno”, tiene que ajustarse a paradigmas preexistentes, y la función del arte es crear paradigmas nuevos. No crear objetos bellos, sino crear objetos a partir de los cuales se pueda medir una belleza que hasta entonces no existía.
Las fronteras entre la literatura y el arte parecen muy delimitadas desde hace muchos años. Son dos mundos que transcurren en esferas paralelas y da la impresión de que los encuentros visibles entre esas dos esferas son escasos. ¿Usted, que absorbió tanto de los pioneros de la vanguardia, donde precisamente se buscaba la supresión de esos límites, cómo ve esa relación?
Para mí esas fronteras siempre fueron muy porosas; ni siquiera las tuve en cuenta. La inspiración o el estímulo para escribir me vinieron indistintamente de escritores como de músicos, artistas plásticos, cineastas. Godard fue decisivo para mí, o Antonioni, Hitchcock, mil más. Si tuviera que mencionar una figura tutelar (además de Borges, por supuesto) diría: Duchamp. De los músicos, creo que de ninguno saqué lecciones tan valiosas como de Scarlatti: querría que cada una de mis novelitas fuera como una de sus maravillosas sonatas en miniatura (y querría escribir quinientas, como él).