jueves, 17 de abril de 2008

Diseminación y espacio vital: Joseph Beuys en el IVAM


Podría usar este breve espacio para despotricar de las carencias del montaje, de la presencia casi anecdótica de los vídeos (en unos televisores de 20 pulgadas con auriculares para una sola persona), del desacierto a la hora de instalar el trineo y las cajas de vino sobre unos horribles pedestales blancos, de la pésima idea de meter algunos de los múltiples en urnas de cristal. Podría, en fin, lamentarme amargamente al apreciar la brecha entre la pobre ejecución del concepto curatorial (tan discutible, por otro lado, en la ingenuidad de su espíritu didáctico) y el tono pretencioso, exento de cualquier atisbo de ironía, con que se cita al propio artista en una de las paredes: “Si tenéis todos mis múltiples, me tenéis a mí entero”. La riqueza y la complejidad de un arte practicado como un ámbito de ritualizaciones sistemáticas, destinadas al desencadenamiento de las fuerzas espirituales, sociales, estéticas y sagradas, reprimidas en el mundo contemporáneo, en otras palabras, la oportunidad de ver en acción a Beuys es un motivo de sobra, no para pasar por alto, sino para situar las carencias curatoriales antes mencionadas dentro del propio desarrollo de unas obras en constante expansión, involucradas, como afirma Christoph Schreier en el catálogo, en un fenómeno de liberación de energía a largo plazo. Y es que, a diferencia de lo que ocurre con la mayor parte del arte contemporáneo, los restos mortales de Beuys no sufren la aplastante sobre-determinación que la curaduría ejerce a menudo en la fabricación de los contextos de lectura. Dicho de otro modo, en este caso son las piezas las que condicionan la curaduría –incluso hasta el punto de reducirla a una mera excusa-. Por un lado, esa especie de presentación aporética del concepto, donde la desnudez de la idea y el mensaje conviven con un aspecto vital-mortal, que podríamos describir como una termodinámica del objeto artístico, y por otro, el proceso de diseminación de los múltiples –un proceso que excluye cualquier noción de eje temático articulador y que a lo sumo admite la postulación de discretos campos magnéticos, ya sean formales o ideológicos-, desafían cualquier intento de enfriamiento museístico.

De algún modo, Beuys siempre se las arregla para no estar en el centro de sus acciones, para escamotear su presencia como ente originario de las mismas. La acción: algo que el artista pone en marcha –la conjugación es intencional- como un acontecimiento que se hace presente en todos sus efectos, descentrándose, cambiando de signos y de formas. Los múltiples son acontecimientos. Y en ese sentido, vale la pena destacar Schlitten (1969), una de sus piezas más conocidas: el trineo sobre el cual hay una manta de fieltro y una linterna. El objeto de arte es, en el sentido más literal, un vehículo de viaje sencillo, no contaminante y al alcance de cualquiera; y en caso de emergencia, contamos con una fuente de luz y otra de calor natural. No obstante, como bien lo sabía el propio Beuys, el objeto-acción puesto en escena para transmitir un mensaje determinado en últimas da siempre algo más que el supuesto “contenido”, así que su función vehicular no lo reduce a ser un mero receptáculo desechable, un hardware físico en el cual se insertaría el software virtual. Hay una especie de ecología implícita en esta concepción del objeto: como si dijera “esta cosa lleva un mensaje, pero esta cosa es también el mensaje y éste no se puede separar de aquella, si tiras una cosa tiras la otra”. Con lo cual, cada objeto importa, cada objeto está cargado, cada objeto es un proceso que merece nuestra consideración. El objeto para Beuys está dotado de una capacidad de interlocución con nuestro cuerpo, nos escucha, nos ve, nos entiende, y en últimas es capaz de establecer contacto con otros objetos. Podemos hablar de animismo en un sentido muy primitivo del término. Y en tanto cosas vivientes, como animales en el zoológico triste que ha montado el IVAM para ellos, los múltiples se resisten, tanto como en vida se resistió el propio Beuys, a la lógica del catálogo, del museo y la exposición para toda la familia.

martes, 29 de mayo de 2007

Ironía y fábula moral. Una entrevista con Dan Perjovschi.



La primera impresión de la muestra no podría ser peor: el inmaculado cubo blanco, la adustez de un espacio estéril habitado por cuatro pedestales inertes, una maqueta vacía, el desierto sin clima, sin aroma. Convencido de que nada puede crecer en un terreno tan yermo, uno se va aproximando a las paredes con una mezcla de resignación y desencanto. Con todo, sólo unos pasos nos separan de la primera sorpresa: un trazo débil, fantasmal, algo tan tenue que casi podría atribuirse a una acción involuntaria. Se trata de una serie de dibujos a lápiz, muy similares a esas celebraciones de la obscenidad que adornan los baños públicos. Una raya vertical parte la figura simplísima de una persona en dos mitades, una de ellas dibujada con una línea punteada. Abajo se lee “immigration”. Inesperadamente, desde las profundidades del estómago emergen los estertores de la risa. Una risa que se aproxima a la carcajada y que acaba estabilizándose en una mueca burlona cuando uno recorre el resto de dibujos: los jeans del artista valen más que unos jeans idénticos comprados en la tienda de la esquina. “Primero los clonamos, luego destruimos los originales”, le dice un tipo a otro en referencia a unas vacas. Una colina con tres cruces es una tragedia, pero una colina repleta de ellas es simplemente una estadística. Así, entre risas, me acerco a Dan Perjovschi (Sibiu, Rumania, 1961), cuyo bigote tupido no hace más que acentuar el rastro permanente de la ironía en su rostro. No sin cierta extrañeza, antes de empezar con las preguntas, pienso en la manera despectiva en que Deleuze se refiere a la ironía en uno de los primeros capítulos de su Lógica del sentido: “el humor es este arte de la superficie contra la vieja ironía, arte de las alturas o de las profundidades”. Perjovschi parece contradecir estas palabras en su tratamiento de las superficies mediante una ironía que, lejos de ser un indicio de superioridad o gravedad, se muestra como algo leve, sutil y bondadoso. Un gesto que se limita a establecer una distancia y no a recalcar una jerarquía. La ironía de Perjovschi no sirve para destruir el objeto de la burla, sino para comprenderlo. Antes que en el despiadado Voltaire, habría que pensar más bien en la compasión, la ternura y la lucidez que despiden las carcajadas de Cervantes o de Kurt Vonnegut –cuyos dibujos, por otro lado, comparten tantas cosas con los de Perjovschi-.

¿Podrías describir tu posición en el actual panorama de la vida política y cultural de tu país?

Puedo intentarlo. Vamos a ver, vivo en Bucarest, pero en los últimos dos años he estado poco en mi país. Y verás, es interesante porque este hecho ha cambiado un poco la manera en que me concibo a mí mismo como artista. Ahora debo adaptarme a cada nueva situación, a cada nuevo lugar, en Barcelona, en la bienal de Sevilla, en Estambul o aquí mismo. Daré un rodeo para explicarlo. Siempre he estado muy comprometido con mi contexto, como activista y no sólo como artista. 22, la revista en la que trabajo fue la primera (y quizás la última) publicación independiente en Rumania tras el final de la dictadura. Ahora, diecisiete años después, el mercado ha sido conquistado por los grandes capitales. Todas las televisiones o periódicos pertenecen a una serie de grandes estructuras que se limitan a competir entre sí en un claro juego de control político. Y nosotros, bueno, somos el último superviviente. No tenemos mucho dinero, mucha improvisación, una impresión de baja calidad. Pero esto me parece positivo porque pese a todo somos un medio libre. Un medio fundado con la idea de transmitir, en las condiciones de la Rumania post-comunista, unas ideas más bien liberales –no liberales en el sentido fuerte en que se entiende ese término aquí, sino como el elemental respeto por los derechos individuales, por las minorías, el discurso de reivindicación de género, muy moderado-. Los fundadores de la revista, intelectuales y artistas, lo mejor de lo mejor del país, pertenecen a una generación que debe asumir el trauma que dejó el comunismo. Y en mi opinión están un poco decantados hacia la derecha. Vivimos una situación muy compleja donde los antiguos torturadores y asesinos se encuentran ahora controlando el capital; donde aquellas regiones que fueron obligadas a industrializarse durante el comunismo, se encuentran hoy sumidas en la miseria tras el colapso de la industria. Y ante estas realidades habría que elaborar un discurso más de izquierda, más crítico de todas esas condiciones, reinventando el discurso, la terminología, claro, porque la herencia del comunismo fue mortífera. Por otro lado, también es cierto que son esas mismas condiciones las que hacen muy difícil mantener cierta dignidad intelectual. Se promulga una especie de igualitarismo, pero se trata de algo que lo iguala todo por lo bajo. Y entonces, como te decía antes, el hecho de estar viajando tanto genera en mí un distanciamiento cada vez mayor respecto de las posiciones y planteamientos de muchos de mis colegas. Ya no puedo opinar igual porque la reinserción es complicada. Ya no juego las cartas, sólo me limito a observar. Junto a mi esposa Lía, también artista y una activista mucho más comprometida que yo, hemos creado una plataforma de pensamiento crítico alrededor del arte. Se trata de preguntarnos qué debemos hacer con la libertad de expresión de la que ahora gozamos. ¿Dinero? ¿Fama? Creemos que eso no basta.

Este rodeo confirma de algún modo lo que pensamos en la redacción de la revista cuando vimos por primera vez algunos de tus dibujos, esto es, que retratan una situación post-traumática.

Creo que es cierto, aunque en un principio yo no lo había pensado exactamente así. En realidad fue una investigadora norteamericana, Kristine Stiles, especialista en culturas del trauma, quien apuntó por primera vez esta característica, no sólo en mi obra sino también en la de Lia. La idea de fondo era “si no puedes cambiar la sociedad entonces cámbiate a ti mismo”, ya sabes. Pero respecto a lo que dices, es cierto. El hecho de que en mi estrategia yo me incline por lo low-tech es un gesto de independencia de los medios técnicos, la distancia crítica que proporciona el humor como un elemento de mi obra, todo eso, creo yo, proviene de la situación post-traumática a la que te referías. Para los creadores, o en general, para la gente que trabaja con ideas, el comunismo fue terrible. Quizás no tanto para la clase obrera. Pero para nosotros sí lo fue. No sólo por la censura, sino por el contexto y la estupidez a la que teníamos que ceder a la hora de representar de modo figurativo y “realista” la vida feliz del comunismo. Y ahora, después de tantos años de trabajo en los que finalmente he logrado desarrollar este lenguaje, me resulta increíble pensar en el pasado. Y más increíble aún es que me inviten en todo el mundo a exponer estas cosas.

Resulta curioso ver que una obra como la tuya, donde los aspectos comunicacionales tienen tanta relevancia, sea bien recibida en un medio, el artístico, proclive a ensalzar lo ilegible.

¿Te refieres a eso de que vas a la galería y no entiendes nada?

Digamos que sí.

Bueno, amigo, dicen que el populismo ha regresado. No, hablando en serio, es cierto que uso un lenguaje popular, cercano a la caricatura, pero detrás hay una forma de pensamiento artística. Lo que intento es comprender. Y si yo lo comprendo quiero que los demás lo comprendan. Asimismo, mis textos están escritos en inglés para poder llegar a un público más amplio. A veces ni siquiera uso textos y me limito a la imagen. Todo es simple, pero detrás hay una actitud crítica que me distancia radicalmente de los populistas. Mi relación con las galerías también es particular porque, al fin y al cabo, ¿qué es lo que estoy vendiendo? En este caso, en Helga de Alvear, hay muy poco...

De hecho las paredes están cubiertas por dibujos casi invisibles y me temo que no te los puedes llevar a casa.

Eso es. Aquí sólo hay unas postales baratas y mis cuadernos, que son como mi cocina. Entonces estoy vendiendo mi cocina. Los dibujos de las paredes son versiones ampliadas de los dibujos que hice en los cuadernos. Y la pregunta es ¿necesitas tener los originales? No. Y ahí radica el asunto porque lo que yo vendo son ideas. Vendo ideas.

Me resulta tentador comprender tu obra como una reunión de notas al pie de un gran texto, el texto del mundo contemporáneo con sus guerras, Guantánamo, atentados suicidas...

Eso es cierto. Vivo muy pendiente del presente, leo los periódicos, veo la televisión, intento empaparme del tiempo y el lugar específicos en los que trabajo. Y creo que al final todas esas pequeñas notas configuran una especie de fresco. Y esto está íntimamente relacionado con lo que hablábamos antes del uso del lenguaje popular, pues lo que intento cuestionar es el lugar que ocupa el hecho cultural en el mundo contemporáneo. Es algo paradójico porque pertenecemos a una generación educada, cientos de miles de personas con títulos universitarios, y aún así, las discusiones sobre arte y cultura pertenecen a una esfera aislada. ¿Porqué? Pues ahí se inserta mi trabajo, diciendo: “sí, puedo estar en las páginas centrales del periódico y no necesariamente en la parte trasera, en la sección de cultura”. Y no soy un caricaturista. Soy un artista. Así que intento poner la discusión sobre el arte de vuelta en el flujo general del discurso.

Pensaba en lo interesante que resulta precisamente tu crítica de las instituciones artísticas. Y sobre todo, me preguntaba por tu extraña posición en todo este juego de la cultura y el mercado.

La historia de mi vida. En fin, es lo que mi amigo, el teórico berlinés Marius Babias se preguntaba al final de uno de sus libros: ¿Se puede ser crítico aún usando zapatillas Nike? Pues bien, creo que la respuesta es afirmativa. Mi relación con las instituciones en este sentido está llena de paradojas, manejo una distancia respecto a todo, con los museos, con los curadores. Y esto también se traduce en mi posición política. Con el debido respeto, no puedo estar de acuerdo con los teóricos neo-marxistas. Ellos están todavía en el prólogo. Yo estoy en el epílogo, y me temo que el contenido del libro es un gran fracaso. Ellos aún no han tenido que leer el libro, yo sí. Asimismo, el capitalismo tal y como quieren imponérnoslo también me parece nefasto. Rumania ha hecho grandes esfuerzos para entrar en la Unión Europea, pero las reformas a veces conducen al absurdo más flagrante. Por poner un ejemplo mínimo: a personas que llevan miles de años fabricando el queso de cierta manera se les dice ahora que no pueden seguir haciéndolo así, sencillamente porque va contra la normativa europea. Es ridículo. La invasión de los supermercados, las grandes empresas. El crecimiento económico ha venido ligado a la producción de una enorme masa de perdedores, junto a una pequeña minoría de ganadores, muy, muy ricos. Pero volviendo al tema de las instituciones, hay que señalar que vivimos en un mundo lleno de situaciones paradójicas. La globalización ha dado pie a ello. ¿No te resulta increíble que sean los rusos quienes estén sacando un provecho económico descarado del espacio, ofreciendo viajes turísticos a sus estaciones espaciales, mientras los americanos siguen pensando en el espacio en términos más o menos científicos? Pues lo mismo sucede en el mundo del arte. A veces la institución más monolítica, más tradicional, puede abrir las puertas a proyectos con una política más flexible, mientras que espacios supuestamente radicales y underground sólo producen mierda mientras creen estar apartándose del sistema. Pues, amigos, les tengo una noticia: nada escapa del sistema. Todo es parte del sistema.

Aún así, pese a tus intenciones de hablar un lenguaje popular que se inserte en el mainstream, creo que tu posición tan singular sería diferente si tu procedencia no fuera marginal.

Sí, pero mi marginalidad es conceptual. Es algo construido. El hecho de venir de un país periférico, que sufrió durante el comunismo y ahora padece los embates de su inserción en el capitalismo contemporáneo, un país alejado de todo, sin una participación destacable en la cultura moderna...nosotros no sabíamos quién era Duchamp. Pues bien, tuvimos que descubrirlo y más que nada, redescubrirnos a nosotros mismos. Dadá, por ejemplo, en gran parte fue obra de judíos rumanos. Eso, por supuesto, tampoco lo sabíamos..en fin, digamos que mi marginalidad es la marginalidad del bufón medieval, el cándido juglar que canta la fábula moral. Alguien a quien le permiten decir la verdad con franqueza y ser brutalmente crítico con los poderes hegemónicos. Pues más o menos en eso consiste mi trabajo.

viernes, 25 de mayo de 2007

Asimetrías. Una entrevista con César Aira.

Por Benjamin S. Johnson

En 1972 David Ohle publicó Motorman, una deslumbrante novela cuyos procedimientos, en extremo radicales, le valieron una cuarentena que se prolongaría durante más de treinta años. Aunque ahora parezca incomprensible, hubo que esperar hasta 2004 para ver una reedición del libro. “Si Motorman no hubiera sido publicada”, conjeturaba Ben Marcus en el prólogo, “sino expuesta en una galería de arte (cada página pegada a los muros), entonces quizá su valor no se habría cuestionado y Ohle ahora sería considerado como un importante artista conceptual de los setenta”. Las protestas de Marcus podrían entenderse como una paráfrasis de la máxima según la cual lo fundamental es que la crítica, y no tanto la obra, sea de vanguardia.

Algo similar ocurre con César Aira (Coronel Pringles, Argentina, 1949), autor de varias decenas de “novelitas” –como le gusta a él mismo denominar sus libros- en las que se rompen todas las convenciones a las que la crítica suele apelar para separar los libros buenos de los malos. Aunque los comentaristas de Aira, lejos de imitar el mutismo padecido por Ohle, no desaprovechan ninguna ocasión para celebrar la riqueza de su imaginería, lo cierto es que, en el mejor de los casos, esos elogios no suelen ir más allá de la glosa superficialmente erudita o de la vana constatación del asombro. Y es que no sería exagerado decir que Aira está alentando un cambio de paradigma: sus artefactos precisan nuevas herramientas críticas, nuevas formas de lectura. Nos enfrentamos a una práctica narrativa ante la cual, de momento, resultaría menos pretencioso balbucear poemas sonoros de Hugo Ball que articular un comentario sesudo.

En un ensayo ("La utilidad del arte") usted describe el arte como el único campo de la acción humana que aún hoy es capaz de dar pie a cierto uso de la inteligencia que se encuentra en vías de extinción, un uso, digamos, desmitificador de la proliferación de lo que usted llama "las cajas negras" (dispositivos que podemos usar aunque no sepamos cómo funcionan). ¿Podría ampliar esa descripción?

¿Cómo se aplicaría dicha descripción a la literatura?

Es así de simple como usted lo ha resumido. El teléfono o el horno de microondas (para no hablar del ordenador o el reproductor de DVD) todos sabemos usarlos, y lo hacemos, sin saber qué mecanismos los hacen funcionar. El arte es de las pocas cosas que quedan de las que es necesario conocer el mecanismo; más que conocerlo, hay que crearlo cada vez. Por supuesto, no me refiero al arte o la literatura populares. Un autor de novelas comerciales, de tipo Código Da Vinci, opera con la novela como lo hace con el teléfono, o con cualquier caja negra: mete algo por un lado, el “input”, una historia de conspiraciones, espionaje, sexo, o lo que sea, y espera que salga el resultado por la otra punta (los millones). No le importa lo que pasa en el medio: de eso se ocuparon los que inventaron la máquina, Cervantes, Balzac, Dostoievsky... El novelista artista en cambio vuelve a crear la máquina desde cero, y en esa “invención de la forma” está a mi juicio la definición y el beneficio del arte.

Lo anterior vale tanto para la literatura como para la música o el cine o la pintura o lo que sea. A la literatura la veo como un arte más (el más grande y difícil, diría yo, pero eso puede ser prejuicio personal de escritor). Es cierto que tenemos una tendencia a usar la lengua como una caja negra, tanto la usamos sin pensar en su funcionamiento; de hecho, no podríamos usarla si estuviéramos en permanente estado de reflexión. Pero para eso está la poesía, que es el corazón (o el motor, para usar otra metáfora igualmente inepta) de la literatura, desmontando cada pieza de la máquina lengua.

Esa descripción del arte como algo que se opone a la lógica de la hiperespecialización, esa supuesta exposición "hasta la última tuerca" del mecanismo de construcción de la obra, parece pasar por alto que el arte se ha convertido, al igual que todas las tecnologías, en un lenguaje especializado, tan críptico para el ciudadano común como el funcionamiento de los electrodomésticos. ¿No funciona el arte como una caja negra más?

No creo que haya que meter al “ciudadano común” en este tipo de discusiones, ni en ninguna otra. Me parece que “ciudadano común” es el recurso argumentativo del que se valen los “ciudadanos especiales” para reafirmarse en su diferencia. Pero todos nos consideramos especiales. Y no debería necesitarse ninguna especialidad. La obra de arte, cuando es genuina, tiene algo de primigenia, de “volver a empezar”. Justamente es por eso que dudo de lo mío: porque he leído demasiado, y siento que me falta ese saludable salvajismo del artista. Pero quizás, con un poco de optimismo, podría albergar la esperanza de recuperar ese salvajismo una vez que haya dado la vuelta completa y lo haya leído todo.

Esa incomprensión por parte del público también se traslada, sin ir más lejos, a su propia obra, en las diversas y hasta disparatadas lecturas que se hacen de su trabajo, aunque en su caso uno podría creer que intenta propiciar el malentendido, la lectura desplazada.

No me preocupa mucho la recepción. Me basta con que los libros se impriman. Es cierto que no tuve motivos para preocuparme, porque siempre fui un favorito de críticos y profesores, seguramente por alguna demagogia académica que se cuela en mis libros contra mi voluntad. A esta altura eso tampoco me preocupa; estoy resignado, aunque mi vocación era la de ser un provocador. Los desvaríos de los críticos tienen toda mi aprobación, porque creo que así es como funciona la literatura: cuando uno está escribiendo, es todo sobreentendido (uno se entiende demasiado bien); cuando lo leen, todo es malentendido, necesariamente. La literatura es un salto del sobreentendido al malentendido, sin detenerse nunca en el punto medio, el “entendido”. Si se lo entiende, no es literatura. Lo que se entiende es el discurso utilitario.

Borges dijo alguna vez que lo realmente extraño solo puede pasar en la realidad, que si algo es demasiado extraño, la literatura no lo admite—una opinión que usted ha citado en una entrevista-. Usted pareciera querer demostrar lo contrario. ¿Porqué esa búsqueda de lo extraño, de lo raro?

Si no recuerdo mal, Borges en algún articulo cuenta una extrañísima peripecia biográfica de un personaje histórico, y comenta en un paréntesis: “estas cosas pasan sólo en la realidad”, invirtiendo el dicho “eso sólo pasa en las novelas”. Me impresionó como algo muy cierto, porque en las novelas se protege el verosímil, que se vería seriamente amenazado por las cosas fantásticas y barrocamente delirantes que pasan en la realidad. Ahí se perfila una diferencia muy sugestiva entre “realismo” y “realidad”.

Usted ha dicho alguna vez que más que un modo de escribir, los surrealistas le enseñaron un modo de leer. ¿A qué se refería?

Me refería a algo bastante obvio, que no creo haber sido el primero en observar. El movimiento Surrealista dio pocos escritores de primera línea, pero fue una formidable empresa de recuperación de libros y autores, y de relecturas enriquecidas, desde la novela gótica a Raymond Roussel, pasando por los románticos alemanes, y por Lautréamont, que es en definitiva mi escritor favorito. El tesoro de lecturas que me propuso el surrealismo fue incomparable. Aunque debo decir que mi verdadero maestro de lectura fue Borges, que se espantaría de verse citado en el mismo párrafo junto al surrealismo.

En su ensayo "La innovación", ud. escribe que "Lo nuevo es la forma que adopta lo real para el artista vivo". ¿Cómo hacen las formas nuevas para acercarse más a la realidad que las formas convencionales?

No recuerdo bien aquel ensayo, ni la intención con que escribí esa frase. Me pasa con frecuencia, y no sólo con textos escritos hace mucho tiempo. A veces cedo a la tentación de escribir una frase que no quiere decir nada pero suena bien y parece misteriosa y profunda. Me he perdonado tantas cosas que también puedo perdonarme esa irresponsabilidad. Respondiendo a su pregunta, le diría que no creo en la diferencia entre la forma nueva y la forma convencional, en el campo artístico: la forma más convencional se hace nueva en manos del artista nuevo, como un ready-made.

Me parece que la noción de contexto es crucial en su trabajo. Usted pone complejas reflexiones sobre epistemología o metafísica en boca de personajes prácticamente analfabetos, saca esos discursos de su lugar "habitual"; asimismo, crea las condiciones para que surjan los anacronismos o los eventos más inusitados y estrafalarios en medio de situaciones aparentemente "normales" (y cuando digo "normal" me refiero a la "normalidad" representacional de la literatura). Creo percibir, al igual que en las obras de Duchamp y Macedonio, un intento por revelar, por exponer ciertas condiciones de posibilidad de la obra de arte, su contingencia, a partir de esa descontextualización.

Más que de “descontextualización”, que es una palabra un poco negativa, además de demasiado larga, yo hablaría de “asimetría”. A veces he pensado que todo mi trabajo podría definirse, en resumidas cuentas, como la busca de bellas asimetrías nuevas. También es una palabra negativa, ahora que lo pienso, pero yo la tomo en su sentido positivo, creativo. Al cierre de las simetrías le opongo las aberturas de los desequilibrios, las adiciones inesperadas. Quizás es un intento, con algo de pensamiento mágico, de seguir creando, de resistir al fin. La obra de arte terminada siempre establece una simetría; la asimetría la mantiene en proceso. Querría que fuera una “asimetría ampliada”, que opere con todos los planos en un continuo: forma, contenido, ficción, realidad. Seguramente no me estoy explicando bien: son intuiciones oscuras, pero que me bastan para escribir. Ahí también prefiero que se mantenga la asimetría, entre el pensamiento y la acción.

Usted ha declarado más de una vez que su proyecto tiene como finalidad el hallazgo constante de la novedad, un concepto que el arte contemporáneo ha desechado hace tiempo como un rezago moderno. ¿Porqué insiste en este punto?

Mi preferencia de la novedad por sobre la calidad responde a un razonamiento que me parece contundente: para que a algo se lo considere “bueno”, tiene que ajustarse a paradigmas preexistentes, y la función del arte es crear paradigmas nuevos. No crear objetos bellos, sino crear objetos a partir de los cuales se pueda medir una belleza que hasta entonces no existía.

Las fronteras entre la literatura y el arte parecen muy delimitadas desde hace muchos años. Son dos mundos que transcurren en esferas paralelas y da la impresión de que los encuentros visibles entre esas dos esferas son escasos. ¿Usted, que absorbió tanto de los pioneros de la vanguardia, donde precisamente se buscaba la supresión de esos límites, cómo ve esa relación?

Para mí esas fronteras siempre fueron muy porosas; ni siquiera las tuve en cuenta. La inspiración o el estímulo para escribir me vinieron indistintamente de escritores como de músicos, artistas plásticos, cineastas. Godard fue decisivo para mí, o Antonioni, Hitchcock, mil más. Si tuviera que mencionar una figura tutelar (además de Borges, por supuesto) diría: Duchamp. De los músicos, creo que de ninguno saqué lecciones tan valiosas como de Scarlatti: querría que cada una de mis novelitas fuera como una de sus maravillosas sonatas en miniatura (y querría escribir quinientas, como él).